Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecerían, para entendernos, al reino de la educación, y los vivos al de la cultura, lo cual no debe de estar muy lejos de aquel siniestro refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo.
La Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los que se dedican al periodismo, y casi tampoco de los que se dedican a la política, incluso a la política educativa.
Por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que cualquier profesor y cualquier padre saben y sufren, que la educación, sobre todo la pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padecidos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus beneficiarios.
Para alcanzar la categoría de lo culto no es necesario saber, sino estar al día. Más que el maestro ilustrado y perseverante importa el nebuloso gestor de actos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer de verdad nada tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico o unos segundos en la televisión.
Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura.
Hace unos años se celebró en Madrid una magnífica exposición de Velázquez, con motivo del tercer centenario de su muerte, a la que acudieron no sé cuántos cientos de miles de alumnos de enseñanza primaria y de institutos de bachillerato.
Pero ya dije que no se trata de saber, sino de estar al día, y para estar al día no hay que estudiar ni entender a Velázquez, o a Goya, o a los pintores y arquitectos del tiempo de Felipe II cuyas obras se están recordando ahora en el Escorial.
A un concierto de música clásica asiste un grupo de alumnos de ESO o Bachillerato, generalmente inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los acompaña fuera de su horario de trabajo sin recibir compensación alguna, unos minutos los chicos se impacientan, tosen, se aburren, aplauden a destiempo, provocan miradas de disgusto de los acomodadores y de los entendidos.
Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban con resignación que sus salas de conferencia tienden a permanecer vacías, el gran foso abierto entre la educación y la cultura, entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento, disciplinado, y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin dejar ni un rastro de ceniza.
La voluntad libre y la solidaridad de los hombres podían hacer más habitable el mundo, voy a dar conferencias a institutos de bachillerato, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble verdad.
Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil y apartada de la vida que sólo puede interesar a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio
Si la literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón si nos sentimos impostores, y si en rachas de desaliento pensamos que carece de sentido dedicarse a un oficio que no le importa a nadie más que a nosotros.
La educación literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de lograr que los adolescentes se mantuvieran obstinadamente alejados de los libros.
A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendizajes están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de comprender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en él.
Queremos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que nos son útiles
Un libro no se debería adquirir por las mismas razones por las que se compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero porque también hay libros impostores es algo tan material y necesario como una barra de pan o un vaso de agua, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad.
La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele iratrofiándose, como todo órgano que se deja de usar.
Mediante el juego aprendíamos las normas y las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se familiarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván y jardín para nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y en selva.
A medida que crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo o peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada presión social para que nos convirtamos no en individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan fronteras rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos.
Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período de nuestras vidas en que se libra la batalla más difícil, que resulta también ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir.
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Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando dentro de sí el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante el análisis, sino mediante la narración y la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de la evidencia para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.
Entonces la literatura establece un juego que es profundamente tramposo, porque para lo que sirve es para enajenarnos de la verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre los fantasmas y los seres reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos nos enseñaban a vivir, igual que los mejores libros.
La literatura de simulacros es como un narcótico que nos induce a la pasividad de los fumadores de opio. Comprenderán que ésta sea la más celebrada. Comprenderán también que desde mi punto de vista la tarea del que se dedica a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar.
Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vivieron hace cincuenta años o cinco siglos. Es una ventana y también es un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos la consideran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Pero todos sabemos, aunque de vez en cuando se nos olvide, que las cosas que más instintivamente llevamos a cabo, las que nos parece que nos salen sin esfuerzo, han requerido un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han templado mientras aprendíamos. Hablamos con naturalidad nuestro idioma, y se nos olvida los años que nos costó aprenderlo. Caminamos sin dificultad y sin ser conscientes de nuestros pasos, pero hizo falta que nos cayéramos muchas veces y que venciéramos el miedo y el vértigo para que pudiéramos andar erguidos por primera vez. Los mayores logros del arte, de la música, de la literatura, del deporte, tienen en común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura y ese aficionado que se la sabe de memoria y goza de cada instante de la música han pasado horas innumerables consagrados al estudio de aquello que más aman, negándose al desaliento y a la facilidad.
Aprender a escribir libros es una tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie. Lo que se llama la inspiración, la fluidez de la escritura, la sensación de que uno no arranca las palabras del papel, sino que ellas van por delante señalando el camino, sólo llega, si llega, después de mucho tiempo de dedicación disciplinada y entusiasta.
Y aprender a leer los libros y a gozarlos también es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y de paciencia, y también de humildad. La mayor parte de las cosas que nos parecen ahora naturales el sufragio universal, la libertad de expresión, la jornada de ocho horas, la igualdad de hombres y mujeres-fueron durante siglos sueños imposibles, ocurrencias disparatadas que despertaban el escarnio de los más sensatos.
Donde está y donde importa la literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a altas horas de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela . Uno de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es un aula donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia de que el mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la imaginación.
Página donde fue creado mi comics http://www.pixton.com/mx/my-comics/not-posted
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